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Radicalizando la democracia

En un mundo en constante cambio y rearticulación [discursiva], en el que las identidades y los discursos no se valoran como esencias naturales, sino como constructos culturales sujetos a los vaivenes de la propia historia, nuestra propia concepción de lo que ha de ser la democracia y el orden general [económico y social] en el cual desarrollemos nuestras vidas también parece haber sufrido sustanciales cambios en esta última década. De la oposición interclasista característica de una buena parte del siglo XX, y de la dualidad de sistemas operante durante la guerra fría, hemos pasado al contexto de la multipolaridad, la diversidad y los problemas asociados a esta nueva etapa. La caída del imperio rojo y la constatación definitiva que el neoliberalismo no es la solución a los problemas estructurales de la humanidad, evidencian la inviabilidad práctica de la confrontación entre sistemas: el debate ya no se centra en si ha de optarse por el socialismo o el capitalismo; el debate se centra en el reforzamiento de la democracia en el marco legado por el s. XX, se sobreentiende que en liberal. El principal reto de la humanidad es el de desarrollar los marcos de la democracia mas allá de los resortes limitados de la mera representatividad. Y es en este punto donde los demócratas radicales, aquellos que se adhieren al ideario liberal clásico pero radicalizado, parecen presentar un proyecto viable de futuro. Tomando como base un escenario económico caracterizado por la libertad económica en el sentido liberal del término; por una pléyade de pequeñas y medianas empresas competitivas generadoras de la riqueza, en el que el Estado tendría un papel limitado a salvaguardar la libre competencia y evitar la creación de monopolios de cualquier tipo, los demócratas radicales hacen hincapié en la necesidad de radicalizar los derechos individuales del liberalismo clásico. Aquí convergen multitud de movimientos cuyas aspiraciones discursivas y político-identitarias redundan en la necesaria idea de llevar hacia los límites de la radicalidad la base misma del pensamiento liberal. Y “lo radical” implica ir a la base misma de los problemas que ahora acechan a nuestras sociedades: implica ser participes de la crítica del sistema neoliberal, en donde aquellos que se dicen y sienten liberales, sólo pretenden privatizar “lo público” para el disfrute de los pocos capaces de rentabilizar dicha operación; implica criticar el mercantilismo que subyace al orden neoliberal, su demagogia y sus oscuros intereses.

Y si el ordenamiento económico es uno de los pilares del proyecto democrático-radical, la política identitaria es también central. La desnaturalización de las identidades [siguiendo un modelo teórico queer] es necesaria como paso previo para la inclusión de los excluidos en el nuevo sistema. La democracia radical integradora implica, en cierto sentido, un sistema dictatorial. Pero a diferencia de las dictaduras clásicas, la democracia es la dictadura de las mayorías, y como tal, sugiere consenso; la democracia radical se presenta así como un proyecto universalista y liberal, pero también lo es postmoderno, antiesencialista, abierto, contradictorio e irrealizable, en cierto modo, ya que tal y como plantea Judith Butler, la creación de un sistema absolutamente integrador e inclusivo es prácticamente imposible de materializarse; la segregación y la exclusión son comunes a todos los proyectos político-sociales, por muy abiertos y laxos que se nos presenten.

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