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Heterodoxias electorales



Hay que admitir que la campaña electoral previa a las elecciones, y el propio acto de depositar el voto en la urna, constituyen una performance un tanto teatral; las campañas electorales son tediosas, uniformes y suponen un derroche innecesario de caudales públicos. Las maquinarias electorales de los grandes se engrasan con altas dosis de cinismo, hipocresía, y una legión de diseñadores y asesores de imagen que tratan de publicitar, de la mejor manera posible, al aspirante al puesto público. Ahora bien, no todos los candidatos a unas elecciones parecen regirse por los mismos estándares electorales e inmovilistas a los que nos tienen acostumbrados nuestra siempre competente clase política. Hay partidos que, con sus siglas, su estética o sus candidatos, rompen con el consenso estético-político instaurado por el sistema como la única forma válida de hacer campaña. En España hay una legión de partidos que, parodiando las normas implícitas del sistema electoral y político vigente, hacen de la política un espacio alternativo marcado por una crítica que roza, en muchos casos, el absurdo. El mayor ejemplo de esperpento electoral y de contracultura política lo puede encarnar el Partido del Cannabis, que con sus más de 50.000 votos ejemplifica a la perfección esta suerte de partidos bisagra en el sentido apolítico del término. Ejemplifica el modo en el que las distintas reivindicaciones pretenden acceder al marco político: partidos que aglutinan a un escaso número de personas, que no cuentan con medios propagandísticos y que utilizan una reivindicación mayoritaria o la propia parodia como medios efectivos para atraerse el voto de los descontentos o los antisistema tradicionales.

En Estados Unidos, el autor del mítico Miedo y asco en Las Vegas, Hunter S. Thompson, creador del periodismo gonzo [en el que se mezclan elementos subjetivos con datos objetivos, y en los que a menudo, el autor aparece como parte integrante de la crónica periodística] es considerado el pionero de las campañas electorales heterodoxas y/o absurdas. En 1969 montó su propio partido para hacerse con el poder en las municipales del pueblo de Aspen, en Colorado, convertido en un centro de esnobs, multimillonarios y gentes de bien, congregados para disfrutar de las pistas de esquí y los hoteles de lujo instalados en la zona. El partido se llamaba Poder Freak [Freak Power], y su objetivo básico era el de joder a los cerdos y arrastrarlos por el barro [los cerdos eran los especuladores inmobiliarios que habían convertido un tranquilo pueblo de las Rocosas en un centro de esquí de lujo]. El programa electoral de Hunter Thompson se basaba en la despenalización de todas las drogas [no así del narcotráfico, a la par que prometía no hacer uso de la mescalina durante sus horas de trabajo]; introdujo un novedoso aspecto ecológico que, entonces, carecían los grandes partidos norteamericanos, al pretender derribar los edificios que obstaculizaran las vistas hacia las montañas; prometía el derribo de aparcamientos y calles para crear más zonas verdes; pretendió también renombrar Aspen como Fat City [Ciudad Gorda], para así ahuyentar a los especuladores inmobiliarios y a esa gente de bien que tanto irritaban a Thompson.

Lo curioso del caso del partido del Poder Freak es que estuvo a sólo seis votos de hacerse con el poder de Aspen; la coalición entre los partidos tradicionales, entre demócratas y republicanos, logró hacer inviable la toma del poder municipal por esta suerte de contracultura política y movilización absurda del underground norteamericano. Este ejemplo nos recuerda cómo cuando los órganos que controlan todo el proceso, es decir los partidos políticos tradicionales, ven amenazada la estabilidad del sistema que han creado a la medida de sus intereses particulares, las supuestas e insalvables diferencias ideológicas quedan diluidas en un mar de convergencias políticas y económicas de dudosa moralidad. Es así como el asenso y la caída de Poder Freak puede ejemplificar hasta qué punto, las propuestas políticas de los submundos del underground cultural o social, pueden implicar un riesgo estructural para el propio sistema. La heterodoxia, ya sea moral, religiosa o cultural, implica confrontación con el discurso hegemónico operante; pero también implica una alternativa ¿factible? a los desmanes de los gestores tradicionales de lo público. Y es esa mezcla de parodia cómica, programas electorales que rozan el absurdo y propuestas un tanto delirantes, es la que concede a la contracultura política la nada desdeñable labor de introducir un poco de aire fresco al, a veces exasperante, mundillo de la política institucional.

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