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Pantomima

La pantomima que hoy empieza, con la siempre antiestética pegada de carteles, promete una campaña no exenta de todo tipo de polémicas. Y es que la cosa no podría haber comenzado peor: el sistema que se nos presenta y dice democrático, ha decidido avalar la ilegalización de todo un conjunto de ideas a través de una normativa tan anticonstitucional como la Ley de Partidos. Es a través de esa ley, promulgada por el Partido Popular con el apoyo del Partido Socialista Español, cómo el Estado se arroga el derecho de ilegalizar partidos, ideas y coaliciones electorales, bajo el paraguas de la lucha contra el terrorismo [se sobreentiende que etarra]. La esperpéntica visión que estos energúmenos de la política nacional tienen de la democracia no sólo me avergüenza, sino que avala mi tesis de que los grandes partidos, a través de un sistema partitocrático en el que la ciudadanía es obligada a ceder su soberanía a unos supuestos representantes, corrompen todo el entramado institucional de esta imperfecta democracia. Ellos [los partidos] son el auténtico cáncer del sistema; ellos representan los valores contrarios a los de la democracia: su funcionamiento interno se rige por decisiones y actuaciones autoritarias, y lo que es peor, no creen en el discurso que dicen defender. Si aplicáramos una terminología discursiva a lo comentado, llegaríamos a la conclusión de que los partidos políticos emplean una tramposa estrategia discursiva consistente en invocar los valores supremos de la democracia y apelar a la soberanía de los ciudadanos [que reside únicamente en ésta], para posteriormente instaurar un sistema de dictadura de partidos de facto, y subordinar los intereses de la ciudadanía en su conjunto a los suyos particulares. Recurren al discurso de la democracia para corromperlo desde su base; rearticulan el sagrado concepto de soberanía [no creo correcto decir que sea “nacional”, sino “ciudadana o popular”, ya que el empleo del término de “nación” implica legitimar el falaz discurso de los Estado-Nación] para desposeernos del mismo y apropiárselo.

La ilegalización de 133 candidaturas de Acción Nacionalista Vasca [ANV], un partido cuyos orígenes se remontan al quinquenio republicano, y en cuyos estatutos hay alusiones explícitas en los que se condena todo tipo de violencia y orden antidemocrático, ha supuesto la confirmación de que el sistema político-judicial no sólo corrompe las elementales normas del régimen constitucional, sino que explicita el secuestro de la democracia por parte de los partidos y los jueces al servicio de éstos. El Constitucional argumenta que las listas impugnadas por la fiscalía y posteriormente anuladas, eran una continuación del ilegalizado entramado político de HB-EH-Batasuna. Pero lo surrealista del caso es que ANV, en la órbita de la llamada izquierda abertzale, siempre ha condenado la violencia etarra, constituyó un partido autónomo dentro de la coalición Batasuna y se escindió de ésta tras su ilegalización. Garzón ya admitió que ninguno de los dirigentes de ANV ha sido incriminado por pertenencia a banda armada [al contrario que con los líderes de Batasuna]; ni son miembros de Batasuna ni mantienen vínculos orgánicos con ésta. Es decir, los dirigentes de ANV ni son ni han sido jamás etarras. ¿Cómo explicar entonces los intentos de la derecha española de ilegalizar un partido mucho más antiguo que el suyo [ANV es de época republicana, mientras que el PP es un subproducto de finales de la transición]? Pues la estrategia es bien simple [y simplista]: asociar el terrorismo con unos planteamientos políticos concretos, es decir, institucionalizar el binomio izquierda abertzale = terrorismo, y viceversa. La falacia parece funcionarles bastante bien al PP y al PSOE, ya que con la ley en la mano, la ilegalización de ideas no sólo es posible, sino real. Y ello nos lleva al callejón sin salida de un sistema viciado desde sus bases y en sus formas; un sistema a merced de los partidos y los jueces; un sistema que se dice democrático pero ilegaliza espacios, ideas, partidos y discursos con el fin último de perpetuar un sistema representativo nada democrático y silenciar el hecho de que la democracia se articula en torno a la soberanía popular, y que ésta reside en los ciudadanos, únicos soberanos del sistema, y no en los partidos.

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