Laicismo
El proyecto político de la democracia radical lleva implícito una defensa a ultranza de un sistema laicista efectivo, la separación absoluta de las iglesias con respecto al Estado y la promulgación de los valores no-sectarios y no-religiosos que vertebran el discurso laico. La efectividad práctica del Estado laico radica en la naturaleza misma de los valores que lo constituyen: ninguna confesión o ideario religioso ha de ostentar un papel directivo en las cuestiones de la res pública, ya que ello socavaría una de las premisas fundacionales del liberalismo clásico, el derecho a la libertad religiosa y de conciencia. El primer ordenamiento constitucional en garantizar [al menos en el plano teórico] el laicismo en España fue el promulgado en 1931 por la II República, en cuyo artículo 3 recogía expresamente que el Estado español no [tenía] religión oficial. La Constitución republicana también garantizaba la libertad de conciencia y el derecho de practicar y profesar libremente cualquier religión [art. 27]. Los casi 40 años de interregno dictatorial supusieron un retorno al Estado confesional bajo la fórmula del nacionalcatolicismo, lo que a su vez implicó un retroceso gigantesco en la construcción del Estado laico. Aún hoy, y a pesar de que la Constitución de 1978 garantiza la laicidad del Estado y de sus instituciones, la libertad de culto y de conciencia, el ordenamiento constitucional de 1978 es mucho más conservador que el de 1931, al hacerle un explícito guiño a la Iglesia católica en detrimento de las demás confesiones [ver acuerdos con la Santa Sede de 1979]. Estas dinámicas históricas han marcado el devenir político, social y cultural del Estado español hasta el punto de que aún hoy hemos de asistir incrédulos a las interferencias constantes de los prelados católicos en la vida política de un país aconfesional y laico como el nuestro. Los obispos y sacerdotes españoles son incapaces de entender que el aborto, el divorcio, la articulación de las nuevas formas de familia y las relaciones afectivo-sexuales no normativas son competencia exclusiva del Estado y de los ciudadanos soberanos. Ni la Iglesia ni la Santa Sede tienen autoridad alguna para, a través de su falaz y distorsionador discurso, intentar imponer su caduco y repugnante modelo de sociedad.
Y si en España aún estamos intentando lidiar con esta jauría de pederastas, reprimidos sexuales y cavernícolas confesos, en Turquía, un país de mayoría musulmana, la amenaza de los islamistas moderados en el poder ha puesto en jaque la estructura constitucional laica adoptada en 1923 por el fundador del Estado-nación sucesor directo del Imperio Otomano. Atatürk refundó el extinto Imperio a través del discurso moderno-liberal europeo: proclamó una República parlamentaria regida por una Constitución que, entre otras cosas, garantizaba un ordenamiento estrictamente laico. En una fecha tan temprana como 1926, Turquía abolió la poligamia, instauró el divorcio y consagró una igualdad legal y efectiva entre mujeres y hombres. En 1934, el Estado reconoció el sufragio universal al concederle el voto a todas las mujeres, lo que también implicó una participación efectiva de éstas en las instituciones [la primera mujer miembro de un Tribunal Supremo en la historia fue una turca]. Este sorprendente contexto se halla continuamente protegido por las fuerzas armadas turcas, garantes del sistema constitucional y laico instaurado en 1923. Es por ello que, en este marco tan atípico, a muchos desde occidente nos cuesta entender porqué la mayor parte de los habitantes de la Unión Europea rechazan la entrada de Turquía en el club comunitario. ¿O es que la recién incorporada Polonia, bastión de la ortodoxia católica más antidemocrática, es el paradigma de la laicidad, la protección de los derechos humanos y del sistema democrático en sí? Un garantía de la necesidad de incorporar Turquía es su estricto ordenamiento laico, su trayectoria como nación democrática [a pesar de los golpes de Estado con el fin de mantener dicho ordenamiento] y la constatación histórica de que un acercamiento entre Europa y Turquía es más que necesaria para seguir desarrollando este proyecto de convivencia colectiva entre europeos, más allá de la etnia y las confesiones religiosas de sus habitantes.
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