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Intereses

La nueva historia ha puesto especial interés en la redefinición del concepto de “interés”, junto al ya debatido en anteriores “posts” de “identidad”. Así pues, el interés no se nos presenta como un producto de la situación socioeconómica del individuo, es decir, los intereses no emanan de la pertenencia de éstos a una determinada categoría social o económica. Los intereses son producto de una mediación discursiva a través de la cual éstos son articulados como tales. Ello implica que los individuos no siempre son conscientes del proceso de constitución y estructuración de sus propios intereses, ya que la construcción discursiva de los mismos se realiza a través del lenguaje, ergo, ni son anteriores al propio individuo ni se hallaban en un estado natural esperando a ser descubiertos. Así queda descartada la teoría de que los intereses tienen una naturaleza social, lo que a su vez supone descartar la tan extendida idea de que la simple pertenencia a una determinada estructura social o económica [o clase] determina los intereses del individuo. Los intereses se articulan, transforman y superponen discursivamente; el lenguaje, como vehículo enunciador de esos propios intereses, posee la doble cualidad de constituirlos y defenderlos. Llegados a este punto, propondré un ejemplo práctico esbozado por Miguel Ángel Cabrera en su “Historia, lenguaje y teoría de la sociedad”, para entender la naturaleza discursiva de los intereses. La aparición del discurso liberal-moderno y la toma en cuenta de ésta por parte de los campesinos franceses no fue el medio a través del cual éstos materializaron sus “intereses de clase” previamente existentes, sino que fue a través de ese discurso cómo los campesinos constituyeron esos intereses. Ello nos lleva a pensar que el campesino jamás podría estar interesado en derribar el orden socioeconómico imperante [en el caso de los campesinos franceses del s. XVIII, el feudalismo] sin antes haber realizado la necesaria operación discursiva que deslegitimase ese orden. La articulación de los intereses de los campesinos no podía realizarse a través de los elementos constitutivos del discurso feudal, sino a través del discurso contra-feudal o liberal [que a su vez emanaba del discurso hegemónico], y éstos, en ningún momento, tuvieron una existencia previa a los propios agentes históricos: no estaban latentes ni reprimidos [como afirmaban los materialistas históricos], ya que simple y llanamente, esos intereses no habían podido ser enunciados al carecerse del vehículo enunciador principal: un discurso que cuestionara el ordenamiento feudal imperante.

Lo mismo podríamos decir del feminismo [la posición política de las mujeres], que no debemos confundir con el hecho social de ser mujer. Mientras que las corrientes tradicionales han presentado la historia de las mujeres a través del discurso de la represión heterosexista masculina, los nuevos historiadores rearticulan estas ideas para evidenciar la falacia intrínseca al modelo propuesto por los historiadores sociales o socioculturales: creer que las mujeres, durante milenios, fueron incapaces de reconocer sus intereses como tales, y creer que súbitamente hacia finales del s. XVIII comenzaron a hacerlo carece de toda lógica. La emancipación femenina y la inserción de éstas a gran escala en el mercado laboral, a partir de la década de 1960, no puede ser explicada en términos socioculturales [la incorporación masiva al mercado de trabajo explica el surgimiento del feminismo] sino todo lo contrario: la aplicación de las categorías básicas del discurso moderno-liberal, con la consiguiente reivindicación de derechos, son las bases para la aparición del feminismo. Es así como nos damos cuenta que únicamente a través del discurso y la aplicación de sus categorías, ideas y lógicas, se constituyen los intereses y las identidades de los seres humanos, y es en este punto, donde evidenciamos la intrínseca naturaleza discursiva de cualquier construcción humana.

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