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¿Le importa el sexo a la democracia?



El patriarcado moderno, es decir, la estructura de poder político-sexual que rige las sociedades igualitarias formales y legales, es un condicionante básico para entender el complejo entramado de relaciones sociosexuales que los miembros de una determinada estructura social desarollan a lo largo de sus vidas. En la práctica, el patriarcado viene a establecer un modelo social y sexual bien definido y centrado en las relaciones producto de la heteronormatividad, en la que tanto las mujeres como los hombres son construidos como esencias naturales y ahistóricas. El antiesencialismo deconstructivista de Bulter, entre otros, viene a sostener que los sujetos se constituyen a través de procesos de exclusión: a través de la creación de la figura paralela de lo abyecto, aquello que el sujeto excluye para constituirse dentro del modelo normativo. De esta manera, los teóricos queer argumentan que el componente opresivo básico es la naturalización de las identidades y la asociación de éstas con esencias que van más allá del mero ritual esencialista que transforma identidades de claro origen cultural, en otras instauradas como esencias vivas. Si seguimos la línea argumental bulteriana llegamos a la conclusión que ni el patriarcado, ni la sociedad ni el género son los causantes, por ejemplo, de la tradicional opresión contra las mujeres. El elemento opresivo vendría a ser la identidad tradicional de mujer, institucionalizada como una definición ontológica represiva y excluyente de la feminidad.

La crítica queer a las estructuras económico-sociales del capitalismo de finales del siglo XX, centra su atención en la importancia que los sistemas democrático-liberales de occidente conceden a las esferas privadas. El patriarcado moderno sigue constituyendo una pieza clave en el rompecabezas de la democracia legal/formal: la familia heterosexual sigue siendo la base de las relaciones capitalistas de propiedad, intercambio y explotación. Ello explica las políticas modernas de apoyo a la familia [especialmente en un contexto económico], los incentivos por tener hijos o las deducciones fiscales. Si tal y como afirma el discurso hegemónico la familia es el núcelo natural y esencial de cualquier sociedad, ¿por qué las democracias occidentales tienen que recurrir a incentivos diversos? ¿Por qué ese componente básico de la sociedad sigue siendo motivo de regulación política y social?

En este punto confluimos de nuevo con la crítica queer al sistema familiar patriarcal, que advierte que la democracia liberal/formal, a pesar de proponer la liberalización y no-interferencia del Estado en la mayor parte de los ámbitos socioeconómicos, sigue manteniendo una rígida agenda con respecto a las familias [se sobreentiende que heterosexuales y de estructuración tradicional]. El sexo importa a la democracia, en tanto en cuanto, la reproducción sexual es inherente al núcelo mismo de las relaciones sociales de producción capitalistas [ojo, utilizo el término marxista pero sin ninguna reivindicación socialista del término]. Los teóricos queer argumentan que sólo una lucha a gran escala contra las relaciones producto de la heternormatividad, contra sus identidades y sus estructuras básicas, lograría socavar los fundamentos mismos de las democracias capitalistas. Ello abriría la puerta a las democracias radicales, pero eso, ya, es otra historia...

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