Masculinidad construida
La masculinidad puede ser considerada como un conjunto de significados en permanente cambio, construidos a través de las lógicas del discurso operante y de las relaciones entre los sujetos históricos y su contexto [discursivo]. De esta manera, y en contra del concepto de masculinidad más extendido entre el cuerpo social actual, ésta no es una expresión de una esencia interna, ni es natural ni biológica; la masculinidad, como tal, se construye cultural y socialmente, siendo por lo tanto, un objeto [histórico] sometido a los cambios y las rupturas discursivas de la historia humana. Pero el problema radica en que la masculinidad, como constructo cultural, puede y debe ser sometida a procesos de relativización, crítica y rearticulación. Si bien es cierto que existe una masculinidad hegemónica [personalizada en los atributos y funciones otorgados al hombre por el sistema heteropatriarcal], ésta no opera en soledad; debe enfrentarse a los nuevos modelos de lo masculino surgidos a lo largo de los últimos cincuenta años.
El modelo hegemónico atribuye al hombre un poder ilimitado para regir las esferas de lo público y lo privado; el discurso heterosexista y patriarcal configura una masculinidad marcada por la impronta de una serie de relaciones de poder de unos hombres sobre otros, y muy especialmente, de los hombres sobre las mujeres. Una masculinidad que discrimina, somete y excluye a aquellos hombres que no cumplen con los requisitos formales básicos de la imagen discursiva y simbólica tradicional de lo masculino; esto supone, de entrada, una huída taxativa de lo femenino y de los atributos [peyorativos] otorgados a la feminidad: debilidad, sumisión, complacencia, inferioridad, fracaso… De esta manera, se construye un dispositivo discursivo binario, cuya principal función es la reprimir las masculinidades transgresoras [o al menos, aquellas que transgredan la masculinidad normativa], excluir a los hombres que no cumplen con los requisitos ya expuestos [para ello se utiliza la injuria, el insulto y la vejación como dispositivos discursivos de exclusión], y someter a las mujeres a los dictámenes del heteropatriarcado.
La principal consecuencia del dispositivo discursivo represor de la masculinidad tradicional es la homofobia y la misoginia; una homofobia que actúa como represor del deseo homoerótico a través de una imperativa necesidad del sujeto masculinizado a mostrar constantemente al resto de sus semejantes [amigos, compañeros de trabajo, resto de hombres] sus atributos masculinos [es decir, que no son ni afeminados ni homosexuales]. Un dispositivo discursivo que conecta lo masculino con determinadas imágenes corpóreas [penes grandes, cuerpos fuertes…] y actitudes [dominación, sometimiento, insensibilidad, fortaleza…], y que en un intento de delimitarse y entenderse a sí mismo, se proyecta en otro radicalmente opuesto, el homosexual o la mujer [caracterizados con los atributos binarios opuestos a los masculinos].
Pero lo realmente interesante del concepto de masculinidad [del mundo occidental] actual, es el evidente hecho de que el concepto, como tal, está siendo sometido constantemente a renegociaciones y rearticulaciones discursivas y simbólicas evidentes. De esta manera, lo considerado como auténticamente masculino por el resto del cuerpo social, ha sufrido cambios simbólicos pero no estructurales; el nacimiento del hombre metrosexual puede considerarse una rearticulación simbólica de la imagen tradicional de la masculinidad [o, según algunos teóricos queer, una renegociación de la imagen masculina tradicional adaptada a los estereotipos asociados a los homosexuales y promovidos por la heteronormatividad], que si bien supone un cambio físico [vestimenta, corte de pelo, accesorios…], ha de relacionarse únicamente con una transformación externa dictada por los cánones de la moda y las dinámicas del mercado [operando, de esta manera, como una transformación superficial de corte neoliberal]. Pero, muy a pesar de este aparente cambio físico, las dinámicas discursivas de lo masculino siguen operando igualmente; las visiones en torno al sexo, concebido por la masculinidad tradicional como un conjunto de placeres para y por los hombres, en los que se perpetúan las tradicionales imágenes de la mujer como objeto sexual y la penetración como forma de poder y dominación sobre la misma, siguen operando con total normalidad e incluso con el consentimiento de muchas mujeres. De esta forma, la masculinidad sigue operando como un dispositivo discursivo que oprime, domina y somete a las mujeres y a todos aquellos que no cumplan con los requisitos de lo masculino; pero esta dominación, que comienza a disiparse en el plano de lo público y lo social, se mantiene imperturbable en las esferas más privadas, y muy especialmente en el sexo, que opera como el mayor de los mecanismos de poder existentes.
El modelo hegemónico atribuye al hombre un poder ilimitado para regir las esferas de lo público y lo privado; el discurso heterosexista y patriarcal configura una masculinidad marcada por la impronta de una serie de relaciones de poder de unos hombres sobre otros, y muy especialmente, de los hombres sobre las mujeres. Una masculinidad que discrimina, somete y excluye a aquellos hombres que no cumplen con los requisitos formales básicos de la imagen discursiva y simbólica tradicional de lo masculino; esto supone, de entrada, una huída taxativa de lo femenino y de los atributos [peyorativos] otorgados a la feminidad: debilidad, sumisión, complacencia, inferioridad, fracaso… De esta manera, se construye un dispositivo discursivo binario, cuya principal función es la reprimir las masculinidades transgresoras [o al menos, aquellas que transgredan la masculinidad normativa], excluir a los hombres que no cumplen con los requisitos ya expuestos [para ello se utiliza la injuria, el insulto y la vejación como dispositivos discursivos de exclusión], y someter a las mujeres a los dictámenes del heteropatriarcado.
La principal consecuencia del dispositivo discursivo represor de la masculinidad tradicional es la homofobia y la misoginia; una homofobia que actúa como represor del deseo homoerótico a través de una imperativa necesidad del sujeto masculinizado a mostrar constantemente al resto de sus semejantes [amigos, compañeros de trabajo, resto de hombres] sus atributos masculinos [es decir, que no son ni afeminados ni homosexuales]. Un dispositivo discursivo que conecta lo masculino con determinadas imágenes corpóreas [penes grandes, cuerpos fuertes…] y actitudes [dominación, sometimiento, insensibilidad, fortaleza…], y que en un intento de delimitarse y entenderse a sí mismo, se proyecta en otro radicalmente opuesto, el homosexual o la mujer [caracterizados con los atributos binarios opuestos a los masculinos].
Pero lo realmente interesante del concepto de masculinidad [del mundo occidental] actual, es el evidente hecho de que el concepto, como tal, está siendo sometido constantemente a renegociaciones y rearticulaciones discursivas y simbólicas evidentes. De esta manera, lo considerado como auténticamente masculino por el resto del cuerpo social, ha sufrido cambios simbólicos pero no estructurales; el nacimiento del hombre metrosexual puede considerarse una rearticulación simbólica de la imagen tradicional de la masculinidad [o, según algunos teóricos queer, una renegociación de la imagen masculina tradicional adaptada a los estereotipos asociados a los homosexuales y promovidos por la heteronormatividad], que si bien supone un cambio físico [vestimenta, corte de pelo, accesorios…], ha de relacionarse únicamente con una transformación externa dictada por los cánones de la moda y las dinámicas del mercado [operando, de esta manera, como una transformación superficial de corte neoliberal]. Pero, muy a pesar de este aparente cambio físico, las dinámicas discursivas de lo masculino siguen operando igualmente; las visiones en torno al sexo, concebido por la masculinidad tradicional como un conjunto de placeres para y por los hombres, en los que se perpetúan las tradicionales imágenes de la mujer como objeto sexual y la penetración como forma de poder y dominación sobre la misma, siguen operando con total normalidad e incluso con el consentimiento de muchas mujeres. De esta forma, la masculinidad sigue operando como un dispositivo discursivo que oprime, domina y somete a las mujeres y a todos aquellos que no cumplan con los requisitos de lo masculino; pero esta dominación, que comienza a disiparse en el plano de lo público y lo social, se mantiene imperturbable en las esferas más privadas, y muy especialmente en el sexo, que opera como el mayor de los mecanismos de poder existentes.