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Más allá de la moralidad



En torno a la moral existen infinidad de dudas, debates y disputas de toda naturaleza, auspiciadas por el inevitable hecho de que lo considerado como moralmente aceptable es igual de diverso que los sujetos que integran una sociedad determinada. A pesar de ello, los regímenes discursivos imperantes determinan, a grandes rasgos, lo que los sujetos pueden y deben considerar como moralmente tolerable. De esta manera, y a través de los discursos de lo moral, compartimos una serie de valores básicos que sintéticamente abarcan aspectos como el respeto a la vida y a la integridad física de los sujetos; a sus propiedades y efectos personales; a su libre desarrollo individual, religioso, político o ideológico..., y así un largo etcétera de valores cargados de una moralidad, en ocasiones, de dudosa ética y coherencia.
Pero, ¿qué puede y debe considerarse como moralmente aceptable en unas sociedades en las que las concepciones en torno a lo moral se han heterogeneizado? ¿Cómo construir una ética que supere los ya desgastados marcos moralizantes de signo religioso sin caer en una dictadura de la moralidad postmoderna? Los valores morales, de cualquier signo, son constructos de un determinado contexto discursivo; forman parte de la base de cualquier discurso que aspire a ser hegemónico, y por lo tanto, dictatorial. La función de lo considerado como moralmente aceptable es la creación de marcos severamente restrictivos, en los que las conductas y vidas de los sujetos se adapten, lo más rigurosamente posible, a las bases mismas del discurso operante. De esta manera, la moralidad puede llegar a ser considerada como un mecanismo cuya única finalidad es la represión de todo aquello que el discurso hegemónico considere como desviado, excecrable, infame... La represión de lo moral puede adquirir, en ocasiones, características que rozan lo absurdo, y es que en la defensa de un determinado valor moral los sujetos pueden saltarse su propia moralidad sin remordimiento alguno. ¿Cómo entonces, podemos explicar que en nombre de la cristiandad se ejecutara a todo aquel que discrepase con la norma vigente, saltándose incluso uno de los mandamientos básicos del cristianismo, como es el derecho a la vida y a no ser asesinado? Pero los problemas, más allá de la trayectoria histórica de un determinado regimen discursivo, son mucho más complejos para el caso que nos atañe [las sociedades postmodernas].
Frente a los paradigmas morales liberales, judeocristianos o tradicionalistas varios, se hallan moralidades mucho más flexibles y abiertas que, en un intento integrador, pretenden abrir el abanico de lo considerado como ético. Ya hemos hablado largo y tendido sobre teoría queer, sobre sexualidades transgresoras opuestas a la normatividad [hetero y homo]; en los últimos posts he empezado a esbozar las características básicas que constituyen la moralidad vegetariana animalista, ergo, aquella constituida por razones ético-morales [no hablamos de vegetarianos por cuestiones de salud física y personal]. En lo que puede considerarse una apertura extraordinaria del discurso liberal de la liberté, egalité y fraternité, los vegetarianos radicales [veganos y vegetarianos de todo tipo, conscientes de que su elección es fruto de una oposición a las relaciones de poder y dominación humanas sobre la naturaleza], han pretendido ampliar derechos básicos [humanos] a los seres vivos vertebrados. Si tenemos en cuenta las más que aberrantes y dramáticas vidas de los billones de animales que son sacrificados anualmente en el mundo para el consumo humano [en EEUU la cifra es de 9 billones al año], las razones éticas y morales para adoptar los valores básicos del vegetarianismo radical están bien fundamentadas. ¿Qué argumentos pueden legitimar el consumo de animales que viven enjaulados deplorablemente de por vida? ¿A través de qué lógicas podemos justificar la tortura, matanza y consumo de la ternera que pasamos por la sartén? Yo considero que nada justifica estas egocéntricas actitudes.
La hipocresía es muy habitual entre aquellos que injieren carne; la mayor parte de aquellos que se consideran mínimamente compasivos son conscientes de que el consumo de carne entraña un aspecto moralmente sancionable. A pesar de ello, la mayor parte de los consumidores habituales de carne mantienen su opción carnívora, ¿y ello a que puede deberse? Pues a la adopción de estrategias poco éticas, que abarcan desde achacar la responsabilidad de la matanza de animales a la sociedad como colectivo, hasta institucionalizar unos razonamientos que obvian la culpabilidad individual de los sujetos en la matanza del ser vivo o desarrollar mecanismos que discursivamente transforman al animal en un producto de consumo. El hecho principal que nos lleva a concluir que los carnívoros son conscientes de que existe una crueldad injustificada en lo que están haciendo, es el intento permanente de éstos de ignorar el horror de los mataderos y de la matanza de seres vivos. Hipócritamente delegan el trabajo sucio a terceros, a personas anónimas que actúan como verdugos del consumidor; de esta manera, el consumidor final obvia todo el preparativo previo al sacrificio, los macabros sonidos del animal chillando o las no menos terribles imágenes de los espasmos que sacuden el cuerpo del sacrificado. En Liberación Animal, P. Singer argumentaba que los consumidores de carne no deberían estar protegidos por las cortinas de humo impuestas por la industria cárnica y el sistema de producción actual. Esto implica que los carnívoros se enfrentasen directamente con las realidades de la industria cárnica, marcando en el empaquetado el tipo de sacrificio recibido por el animal, edad, procedencia exacta... Y es más, abogaba por una educación cívica basada en la visita personal de los consumidores a estos centros de la muerte, alejándonos del carácter ilusorio de su hipócrita actitud.
La moralidad vegetariana radical implica, de base, el respeto a cualquier tipo de vida, o más concretamente, de toda aquella vida que posea la doble capacidad de sentir placer y sufrir dolor. Ello nos lleva a una moral más allá de lo moralmente aceptado en esta sociedad, traspasando los márgenes mismos de lo que el resto del cuerpo social considera como legítimo. Pero esta moralidad no sólo implica un posicionamiento discursivo-ideológico claro, sino una forma de vida concreta que impregna la existencia misma del vegetariano. Supone cambiar hábitos bien enraizados, culturalmente institucionalizados y tolerados; supone crear marcos libres de la intrínseca culpa que los humanos tenemos en la matanza de billones de seres vivos. Y lo más importante de todo, implica, según estimaciones de grupos defensores de los animales, dejar de matar a título individual a unos 40-95 animales anualmente; ello no supone que el vegetariano salve la vida de esos seres vivos [que presumiblemente serán consumidos por otros], sino que a título personal éste deja de ser partícipe de esa aberración, liberándose de la enorme carga [que la mayor parte de las personas son incapaces de apreciar o entender] que supone sacrificar a tantos animales por un placer tan frívolo y trivial como lo es el consumo de carne.

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