Democracia animal
La democracia radical encierra un proyecto de convivencia futura basada en una multiplicidad de objetivos, en una heterogeneidad de base que responde a una amalgama de reivindicaciones que pretenden incluir, en un sistema más abierto [la democracia radicalizada], a los grupos marginados por el presente marco restrictivo. Los demócratas radicales reivindicamos el concepto de "radicalidad", desposeyéndolo de las atribuciones negativas infundidas por el discurso dominante; una radicalidad basada en los principios clásicos del liberalismo político y en el trinomio revolucionario, base misma de nuestros actuales sistemas políticos y culturales. De esta manera, y al igual que hicieron los homosexuales anglosajones al reivindicar el término queer [que literalmente significa raro en inglés] para identificarse como colectivo oprimido y rechazado por el sistema [discursivo], despojándolo de su heterosexista carga insultante, los demócratas radicales hacen suyo lo radical, ergo, todas aquellas vías legítimas e ilegítimas [sancionadas, o no, por el discurso dominante] que permitan avanzar hacia un marco discursivo realmente democrático.
Y en este ya largo proceso histórico, en este camino hacia la democracia más democrática, nos hallamos en un punto de inflexión importante marcado por unos tímidos signos de ruptura discursiva, o más bien, de ampliación de los restrictivos marcos discursivos del liberalismo político moderno. Es a través del impacto de la postmodernidad cómo ese discurso operante ha logrado evolucionar hacia posicionamientos menos ortodoxos, incluyendo [¿o enguyendo?] a los críticos, marginados o ilegalizados, es decir, a todos aquellos situados más allá de los límites establecidos por el discurso. Y es en este punto donde los caminos de las mujeres, los seres humanos con sexualidades no-normativas [homosexuales, bisexuales, intersexuales], los pueblos postcoloniales o los humanos defensores de los derechos de sus semejantes no-humanos, se encuentran. Todos estos grupos han seguido su particular camino de lucha y reivindicación; todos se han enfrentado a los mismos problemas y retos: la negativa tajante del marco discursivo operante, en sus respectivos momentos, de ampliar los límites de lo tolerable. Y aunque pueda parecer descabellado citar el movimiento de liberación de los animales junto al movimiento feminista moderno, no debemos olvidar que en la etapa sufragista, las demandas político-sociales de las mujeres eran combatidas con argumentaciones que equiparaban los derechos de las mujeres al de los animales. Las modernas ecofeministas inciden, a menudo, en ese nexo de unión histórico que ha caracterizado ambas luchas; los hombres heterosexuales y blancos, anti-sufragistas se preguntaban al inicio del movimiento feminista clásico si el siguiente paso, tras reconocerle derechos a las mujeres, era el de reconocerle derechos a los cerdos, las vacas o los pollos. Y si bien su retórica pregunta encerraba una brutal carga de lamentable sarcasmo e ironía, no erraban en sus proyecciones de futuro. Porque es ahora, tras haber alcanzado los estadios de evolución ya mencionados, cuando una parte de las sociedades postmodernas reivindicamos no sólo una democracia más democrática, sino la ampliación de los derechos, en principio humanos, a nuestros semejantes no-humanos: los animales.
El debate acerca de la conveniencia de ampliar los derechos humanos a los animales se inició en la década de 1970, y muy especialmente tras la publicación de la obra Liberación animal del bioético y filósofo Peter Singer. Éste argumenta que, a pesar de que las diferencias entre humanos y animales son obvias, existen una serie de nexos de unión básicos a través de los cuales es legítimo [y democrático] apelar a los derechos de los animales. El principal de estos argumentos es que humanos y animales, todos sin distinción, compartimos la capacidad de sufrir; compartimos la capacidad de tener intereses [que varían de forma e intensidad de una especie a otra], ergo, el interés de no ser torturados; de esta forma, y a través de esta lógica deductiva, los animales tienen el derecho intrínseco a no ser torturados [sobreentendiéndose que por humanos]. Si bien es cierto que la lógica aplicada es bastante simple, no es menos cierto que se basa en datos objetivos: los animales sufren y reaccionan ante el sufrimiento con muestras de dolor; la negación de este hecho ha de partir de supuestos que tergiversan la realidad y niegan la evidencia de que los animales sufren, al igual que nosotros, porque poseen las mismas terminaciones nerviosas que el resto de integrantes de lo que los clásicos denominaban el reino animal. Muchos de aquellos que se oponen a la extensión de los derechos [humanos] básicos a los animales, suelen apelar a la supuesta contradicción de la argumentación ya citada, ya que si partimos de la lógica deductiva de Singer, el resto de seres vivos [es decir, los vegetales] deberían beneficiarse de estos derechos. La trampa de la réplica a Singer radica en que los seres vivos no-animales carecen de terminaciones nerviosas, ergo, de la capacidad de sentir el mismo dolor que puede experimentar un perro, un humano o un chimpancé. Y lo que es peor, las lógicas contrarias a las tesis de singer parecen calcadas a las tesis de los anti-sufragistas del siglo XIX: negarse a la ampliación de la democracia basándose en tesis absurdas.
La democracia radical, tal y como ha sido concebida por la variada multitud que la integra, no concibe un sistema restrictivo ni limitador; concibe una democracia pluralista basada en la radicalización de los conceptos de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aquellos que integran el movimiento de liberación de los animales, que a través de acciones directas [la vía radical, categorizada por el actual marco discursivo como acciones ecoterroristas] o de concienciación radical personal y pública [vegetarianismo, veganismo, protestas], reivindican el trinomio revolucionario. Reivindican que los animales disfruten del dercecho básico a ser libres, es decir, a vivir en sus respectivos medios o hábitats naturales [muy especialmente para aquellas especies consideradas como salvajes o no-domésticas]; reivindican una igualdad teórica [y práctica] entre los humanos y el resto de los animales, superando los ya desfasados marcos basados en el especismo. Una igualdad que parte del irrebatible hecho de que todos los animales son capaces de sufrir y sentir dolor; otros muchos son capaces de mostrar un espectro de sentimientos que van desde la alegría y el cariño hasta la aflicción. Y por último, los demócratas radicales animalistas reivindicamos la fraternidad como marco plausible y necesario que una a humanos y no-humanos en un marco de convivencia basado en el respeto a la vida, a la integridad física, al derecho a la felicidad y el desarrollo libre de todos y cada uno de los animales que pueblan la Tierra.