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Iglesia sin memoria



La Iglesia católica ha vuelto a escenificar, con la pompa y la inmoral fastuosidad que caracterizan sus ceremonias de beatificación, la deriva esquizofrénica de su actual jerarquía. La beatificación de los autodenominados “mártires de la República y la guerra civil” es un ejercicio extremo de cinismo, arrogancia y amnesia histórica, ya no sólo por el momento en el que se celebra [en plena tramitación de la Ley de Memoria Histórica], sino por la más que evidente politización de una ceremonia que trasciende los marcos religiosos a los que debería ceñirse. Nadie pone en duda que en la zona controlada por la República [o más bien, controlada por los sectores antifascistas, no siempre leales a la democracia] se cometieron una infinidad de agresiones contra miembros de la Iglesia católica. La persecución del clero y la destrucción y quema de iglesias fue una constante durante buena parte de la década de 1930. Pero los jerarcas de Roma se equivocan al intentar asociar el anticlericalismo radical del quinquenio republicano con la propia democracia de entonces: el sentimiento anticlerical español fue anterior a la II República y sus raíces se ahondan en las fases iniciales del despliegue del liberalismo español. No debe olvidarse que la jerarquía eclesiástica de entonces era radicalmente antiliberal, y para colmo, hicieron un uso explícito [e ilícito] del sentimiento religioso mayoritario como medio de vertebración del orden social del Antiguo Régimen, al que se agarraron con una fuerza que condujo, en parte, a episodios de un esperpento mayúsculo como los protagonizados por el alto clero durante la contienda civil. Obispos haciendo el saludo fascista y religiosos convertidos en elementos activos de la represión franquista; curas convertidos en verdugos, en asesinos del aparato represor del nuevo Estado, y un alto clero entregado totalmente a las ansias asesinas de los sublevados fascistas. Esta es la otra realidad que la “Iglesia de los mártires” parece no admitir haciendo gala de una hipocresía inmoral.

Benedicto XVI y los restantes miembros de la jerarquía eclesiástica deberán asumir, tarde o temprano, los errores de su Iglesia en España durante la guerra civil y la interminable dictadura que posteriormente apoyaron sin fisuras, al menos en una primera etapa. Nosotros condenamos la violación de monjas, el asesinato de curas y la quema de iglesias, de eso no cabe ni la menor duda. Pero equiparar la represión en la “zona roja” con la llevada a cabo en los territorios de los alzados fascistas constituye una distorsión histórica imposible de admitir. La represión franquista se efectuó bajo el amparo y el control directo de los altos mandos del alzamiento, ergo, bajo una estructura pre-estatal [durante la guerra] y otra centralizada y organizada por el nuevo Estado. La persecución religiosa no fue, en ningún momento, objeto de una política central de la democracia republicana, que muy al contrario, ésta condenó los episodios de violencia anticlerical a los que debió hacer frente. La II República no asesinó a curas y a monjas, como los prelados pretenden hacernos creer más de 70 años después; pero los alzados a los que los cardenales y los obispos españoles dieron un más que entusiasta apoyo, fueron los organizadores de un Estado-monstruo capaz de hacer de la represión y el asesinato los ejes vertebradores de su política interior. Mientras que esta Iglesia dominada por individuos ajenos a la realidad, capaces de insultar y denigrar a los homosexuales desvinculados de la misma, mientras ignoran la putrefacta realidad sexual de aquellos que en el seno de su institución son capaces de violar y abusar de niños, no sea capaz de pedir perdón y reconocer su inmensa culpa en los fatídicos acontecimientos posteriores a 1936, en España no habrá una auténtica reconciliación nacional, sino todo lo contrario: una desmemoria atroz y una distorsión histórica inadmisibles.

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