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Hace dos años


Aquel día me levanté sin haber dormido. Había pasado buena parte de la noche en la cocina, acostado en el suelo helado, acompañando a Nira en sus últimas horas. Solía despertarla a altas horas de la mañana, cuando el insomnio me asaltaba con la misma letanía de siempre, la que después de tres años aún me despierta a las cuatro, a las cinco, a las seis, cuando aún es de noche, cuando sólo se oye el silencio. Ella no se levantaba, estaba acostumbrada a las visitas inoportunas, molestas, quizá. Movía contenta lo que le quedaba del rabo amputado por aquella enfermedad que le mataba la piel. Le caía alguna galleta, o uno de esos palos para perros con olor a ahumado, los que la volvían siempre loca. Intenté dormir un rato, sin éxito alguno. Sólo quedaba esperar amanecer, para ver la muerte, la que no te toca a ti, la que se lleva a los que quieres. La que me visitó años antes cuando aún no sabía ni lo que era pasar a la no-vida. Mi madre me llamó a gritos, en plena calle. Nira se había desplomado presa de unas convulsiones que la asediaban con una periodicidad insufrible. Salí a la calle en aquel chándal que aún hoy hace de pijama de invierno. Saqué fuerzas para cogerla en brazos, acostarla en el sofá y tranquilizarla. Todo había acabado, me dije de rodillas, pálido, invadido por esa sensación extracorpórea próxima al estado de shock. Lo que siguió a ese momento me lo guardo, porque hay cosas que aún duelen demasiado como para ser contadas. Y porque hay recuerdos que revividos duelen aún más. Y es que hace dos años que nos dejó sin dejarnos del todo. Aún hoy, cuando hablo de ella, lloro. Descansa en paz, para siempre, Nira.

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