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Ring, ring

Y la sangre se me heló al coger el teléfono. Cuelgo, me pregunto si llevo dos meses tomando ácidos sin tan siquiera darme cuenta. Caigo en la cuenta de que, en caso de haberme puesto, lo habría hecho durante los últimos tres años, como si la vida desde entonces se hubiera convertido en un perpetuo viaje. De LSD, como las nuevas entradas caóticas de este no menos estúpido blog. Puede que lo haya alternado con MDMA, que te secuencia la vida en fotogramas inconexos, sin hilo argumental alguno, enormes lagos oscuros de una desmemoria que conduce al caos existencial. Ya sólo queda una pegatina “Tíbet libre” y una lámpara de papel colgada hace años, me digo mirando al techo blanco. Flashbacks insomnes a las tres, de la mañana, sin Aroa que poder sacar, en el mismo silencio que me acompaña allá donde vaya. Con su oscuridad, que es igual en todas partes, incluso en la remota aldea birmana aquella, infestada de mosquitos, un lugar tan detestable que hasta la luna llena, a la que los monjes cantaban en plena noche, resultaba desagradable. Me termino las “Leyes de la atracción” no sin antes apagar la luz para intentar dormir. Y me pregunto, antes de caer atrapado por el sueño que a veces no llega, para qué recurrimos a las drogas si la vida, ya de por sí, es un continuo viaje, hacia la nada, hacia el absurdo. 

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