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Inmoralidad occidental

El silencio de la diplomacia internacional ha sentenciado a los tibetanos al ostracismo y al olvido. Es la repetición de un macabro ritual que viene ejecutándose desde 1951: ni las Naciones Unidas ni las democracias occidentales han sido capaces, en medio siglo, de hacer algo por el sufrimiento colectivo de todo un pueblo. La inmoralidad de mirar hacia otro lado cuando se mata a civiles desarmados o se reprime violentamente el derecho legítimo de todo ser humano a expresar sus ideas, constituye la vergüenza colectiva de occidente. Pasó en Myanmar, volverá a pasar en el Tíbet; el olvido al que se ha sumido a estos conflictos en los que el terror de las bombas diarias de Irak, los cohetes palestinos o las pistolas etarras no tienen protagonismo alguno, es sumamente preocupante. La resistencia de los tibetanos a la inmoral ocupación china ha continuado, con distintos grados e intensidades, desde el momento mismo de la invasión. Y muy a pesar de ello, el mundo sólo se ha hecho eco de las aspiraciones colectivas de los tibetanos en tres ocasiones contadas: en 1959, 1989 y ahora, en 2008. El inusitado protagonismo del Tíbet en todos los medios informativos es, para muchos de nosotros una grata sorpresa. Los que llevamos años sintiendo esta causa como algo nuestro sabemos bien que el silencio estremecedor del mundo es una lacra que sólo podremos combatir con el ruido que los tibetanos puedan hacer dentro del Tíbet. Y en el Tíbet, hacer ruido, hablar de libertad de expresión, derechos humanos y autodeterminación implica muchas cosas: cárcel, torturas, ejecuciones y campos de reeducación. Los tibetanos han sido fieles a la no-violencia de su líder espiritual hasta el momento, pero somos muchos los que llevamos años advirtiendo que la vía intermedia del Dalai corre riesgo de resquebrajarse. Y ello implica, en un corto o medio plazo de tiempo una radicalización de la lucha de aquellos que, tras más de medio siglo de opresión, buscan a la desesperada la libertad que sistemáticamente les es negada. La violencia que propugnan algunas organizaciones del exilio, especialmente entre las generaciones de tibetanos nacidos fuera del Tíbet, ha podido materializarse en estas dos últimas semanas: las protestas han sido las más violentas desde 1959. Sólo mediante la quema de comercios chinos, las barricadas o el asalto a cuarteles y edificios gubernamentales chinos, el mundo ha sido capaz de mirar tímidamente a este techo del mundo olvidado. Durante cincuenta años hemos sido incapaces de hacer algo por un pueblo que pacíficamente se ha alzado contra la violencia implícita al discurso del maoísmo; durante medio siglo hemos sido cómplices de un exterminio escalofriante y de un genocidio del que nunca hablamos. El Tíbet merece más atención, y los tibetanos un poco más de ayuda para salir de la noche perpetua impuesta por los comunistas chinos.

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