Suena el ayer, con una melodía de jazz descafeinado, con más sabor a televisión que se apaga que a música de la buena. El jodido agujero que se hace más grande, con más centímetros cúbicos de vacío negruzco, con el aullido como telonero, de bordes sin color, de contenido en blanco. Hojas, papel que promete la redención en un invierno sin frío, de un noviembre infinito, con su manto de soledades, cortes y silencios; con el sabor amargo de la muerte que lo atraviesa todo. La fragilidad de lo que ya era precario; la precariedad de lo que es frágil. Mundos que se rompen a velocidades que dan miedo. Colisiones frontales en medio de un silencio que aterra, que amortigua las réplicas, que endurece los corazones, que entrona al orgullo. Canonizada la maldad sólo queda esperar. Al silencio que terminará lo que jamás pudimos acabar; al perdón envenenado por el que exigirán indignidad; por un retorno en falso a lo que un casi decenio ya se llevó por delante; a la locura a la que te arrastrarán mil veces más, tantas como días de vida me queden.
Vida dura, vida perra. Una guerra mundial, una cárcel. Relaciones sentimentales del abismo, mal vistas por la hipocresía de la sociedad de esa posguerra tan dura. Cuatro hijos de tres relaciones diferentes. Mujer trabajadora, la que a diario sacaba adelante el negocio familiar, de cocinas. Mujer complicada, de corazón agrietado por dolores pasados, por lo que al final no pudo ser, por lo que al final fue. Y el exilio atlántico, al que arrastraste a la fuerza a mi madre, donde conoció al hombre que sería el padre de tus nietos, en una piscina de finales de los setenta. Ahorros convertidos en un bungalow para descansar otros treinta años, alejada del frío de la Holanda que jamás olvidaste, del holandés que nos inculcaste, el que ahora hablo orgullosamente, gracias a ti, con ese acento extraño de un hijo del norte nacido en el sur. Lo complicado de convivir contigo, nuestra bronca de medio año, la que rompiste un 25 de junio con un sobre. La ceguera que fue consumiendo tu mundo. No fue fácil, no fuiste fácil. Yo tampoco lo fui, ni lo sigo siendo. Tres meses de un dolor que nos ha terminado uniendo más que los restantes 28 años. De una hija que logró, al fin, la paz contigo. De su esfuerzo monumental por cuidarte. Del nuestro, más pequeño, por acompañarte. Y me quedo con tus últimas risas, las que te sacaba imitando a los auxiliares; con los paseos de una hora; con nuestras conversaciones sobre todo, sobre nada; con nuestro silencio. Me quedo con tu último gesto hacia nosotros, tus nietos, a los que esperaste hasta el final; a los que legas la mayor lección de vida: la tuya propia.
Superficie cubierta de pizarra negra pintada, para anotar cosas que se me olvidan, que pudieran ser olvidadas, que debieran serlo. Una litera que se cae, ruido metalizado, el viaje inverso. La destrucción. Pintarlo todo de gris, como el corazón saturado que de colores ya no entiende, como la monotonía que se instala, que te roba el sueño, los sueños, las ganas. Carpas de un viaje que pudo haber sido nuestro. El aislamiento que precede al abismo. Ni contigo, ni sin ti. Ni con ellos, ni con ninguno. Solo, con la única compañía de la oscuridad a la que amo, la que no se separa de mí, la que vino por algo; la que me cura las heridas de Nira, la que requiere de mi atención al llegar; la que me trajiste una víspera de reyes, hace ya casi dos años.
Miro la penumbra que pende sobre esta calle principal desierta. Que pronto volverá a los grises y azules sombríos… Es de noche y mi alma se vuelve del revés. Mi desesperación está suspendida en el aire que me rodea, me sigue hasta que sale el sol y desagradables e inquietantes sentimientos vuelven a esconderse dentro de mi pecho, sin que puedan verse. Noche. Nadie cree que sea posible ver. Todos podrían verme, de noche, si lo intentaran. Si quisieran. Si quisieran ver lo que llevo dentro…
[Extracto de “Un paseo solitario”, Guy Y. Davis, Ed. Periférica]
Es el dolor del silencio, el que desgarra conciencias y corazones; el que se instala sin previo aviso en mitad de la nada. Silencio oscuro, silencio maldito, silencio temido. Es el silencio de la lejanía, el que dice mil cosas sin decir nada, el que trae el negro que impide ver algo, el que no me deja leerte, recibirte. Es el silencio de la noche, el de los espectros de siempre, con su letanía de décadas pasadas. Es el silencio del dolor de ahora, el que se instaló entre nosotros y eclipsó el sol que aún no se había escondido. El silencio de tu lloro que no se oye, de tu desgarro interno, de todo aquello que se intuye y siente sin poder ser visto. Porque a oscuras y en silencio te seguiré esperando, pegado a ti a pesar de la distancia, a pesar de los muros invisibles levantados por tu dolor, los mismos que me rompen por dentro cuando no te oigo, cuando no te leo, cuando no me mandas besos.
Cuando llueve Aroa no se esconde. Empapada, en la oscuridad que la hace aún más negra, me lanza su lloro discreto, a baja intensidad, imperceptible si duermes. Eso pasó anoche, cuando llovía, cuando recibí el mensaje en el que me decías que ya dormías, cuando secaba a Aroa con una toalla blanca, cuando me quedé sin hablar contigo. Pero hoy amaneció gris, con el frío metido en el cuerpo, como si el invierno no hubiera pasado ya. Y el gris me encoge el corazón al despertar, cuando recibo la peor de las noticias, la que desgarra el corazón de los que empiezas a querer. Ya pesar de que fuera todo está seco, aquí dentro llueve y todo está oscuro, como anoche, con Aroa. Y aunque la lejanía haga insalvables ciertas distancias, ahí estoy, contigo. Como en la hilera de mensajes de hace semanas, como en las conversaciones de recuadro blanco. Como en el día a día que paso sin ti aún estando presente. Porque, pase lo que pase, voy a estar contigo, grandullón, tanto si amanece gris como si llueve.
Te mando por sms lo que ya es un mantra en toda regla, el que se repite en el mismo sitio donde doy comienzo y fin al día. Me dices que te gusta, que suena bien. Me gusta que te guste, pienso en el silencio impuesto por esta casa vacía. Anoche me dijeron que estas cosas pasan, así, directa y escuetamente, sentado en una mesa en forma de estrella. Ella con un brebaje rojizo que afirman hacer con trozos de galleta y yo con agua. Piel de gallina cuando me hablan de la turbina del avión, cuando humanizas la tragedia que toca a la puerta de aquellos a los que aprecias. Piel de gallina al hablar contigo, cuando aflora todo aquello que olvidamos hace tiempo. Cuando nos confesamos cual católicosen la ventana blanca que hace de confesionario. Cuando te digo que esto, a pesar de los pesares, pasa. Y no sabes lo que me alegra que esto haya pasado, por fin, contigo.
Raro, especial, distinto. Intenso, veloz. Son las nueve de la mañana y me levanto pensando en lo mismo con lo que me acosté. En la hilera de adjetivos de antes, en la impotencia de no saber qué hacer, en lo complicado de haberte encontrado en un momento como este. Difícil, gris y distante. Me dices que te gustan mis ojos azules aunque no sepas que, a veces, se tornan verdes, incluso grises, como el aire pesado que ahora te ha tocado respirar. Encerrado en casa me dedico a asediarte con una larga hilera de mensajes, a esbozar una sonrisa tuya aún sin poder verla. Casual, conectado. Lo absurdo de entender que al que mandaban mensajes desde mi coche en aquel día de lluvia era a ti. De que anoche soñé que te dedicaba un post en este no menos absurdo blog, y de que poco a poco, ya sin absurdos, lo soñado, lo intangible, se vuelve cada vez más real.
Me levanté con el estruendo del portátil golpeando el suelo. Caída amortiguada por un caos de ropa al que decidí poner fin con una colada indiscriminada. La gripe me tiene recluido desde hace tres días en una habitación de paredes azules, como mis ojos en los días en los que ni la tristeza ni la ropa me los cambian de color, al verde, al gris preludio de la bajada en picado. Pero ni el verde ni el gris me gustan. Desde que tengo recuerdos tangibles, mi color siempre fue el azul. Como el azul de los enormes ojos de mi padre. Como azules también son casi todas las prendas que hoy metí en la lavadora. Como mis gafas de plástico ochenteras que no protegen una mierda. Como mi maltrecho corazón, que de la noche al día se volvió azul turbio, marino, oscuro. El azul de la tristeza, del cielo infinito al que miramos buscando la nada, como en esos días en los que, como consuelo de tontos, le hablas a los tuyos mirando a las nubes. Como el cielo de perros que de enano imaginé para consolar mi tristeza perruna. Hoy quise pintar el cielo de azul, pero amaneció nublado. Grises en el horizonte, en mis ojos. El preludio cromático del cambio grabado en la retina. Sin ropa azul que ponerme ni ojos azules que lucir.
Me levanto con un yunque en lugar de con una cabeza. Llevo semanas, quizá meses, quizá años golpeándome con la nada, con lo que aparentemente menos daño hace, con lo que más dolor puede causar. Eres dañino, me digo mientras me hago un sándwich de pan integral con queso que parece plástico amarillo. Dicen que es gouda, algo que no es de extrañar dado el esperpento de ciudad del que procede: un pueblo a orillas de un lago artificial concebido como el parque temático de la Holanda de postal. Ahora mismo estoy descalzo, pero parece que llevo uno de esos zuecos de Gouda tan pesados y horribles que venden a los turistas. Los míos no están pintados ni con molinos ni con tulipanes, ni tan siquiera son de madera. Zuecos invisibles que hacen que camine peor de lo que ya lo hago. Mi madre me dijo el otro día que intentaría gestionar la devolución de mi nacionalidad holandesa arrebatada hace decenios. Mi preferencia por los quesos de dicho país y por llevar zuecos imaginarios son razones de bulto como para que me lo devuelvan. Mi cara es redonda como un gouda; mi corazón, agujereado como un maasdam; mi cabeza, pesada y rancia como un oudekaas, ese queso curado que mis abuelos me daban cuando era pequeño, en su bungalow del gueto para extranjeros. El queso me gusta, los guetos no. De poco importa lo que me guste, lo que deteste o lo que busque. Hoy me levanté con la cabeza hecha un yunque, con los pies calzados con zuecos y con el corazón haciendo aguas, sin dique que lo contenga. Lo de ser holandés tendrá que seguir esperando.